jueves, 24 de febrero de 2011

EQUIPAJE


Ligero o pesado, apenas dentro de unos bolsillos o en varias maletas… todos los viajes lo requieren. Su tamaño suele ser proporcional al número de días de ausencia en nuestro mundo. Bastan una cartera, un móvil, un ordenador portátil y unas llaves para una reunión de negocios en la ciudad vecina; una maleta de mano, si hay que pernoctar –neceser, corbata y camisa, pijama y ropa interior-. Se complica la elección si nos va a llevar más de una noche: ¿lloverá?, ¿hará frío?... Pero nada de esto importa cuando el billete de autobús, de tren o de avión es de ida y vuelta. Nuestras cosas, en la oscuridad de la casa cerrada y en orden, aguardan nuestro regreso.

Hace ya dos meses que mis maletas cruzaron el Atlántico en la bodega de un avión. Ahora, en un rincón del cuarto, esperan, vacías y sin prisa, otro momento de vida. No fue fácil acomodar el peso permitido al espacio disponible, y mucho menos decidir de qué iba a prescindir, qué iba dejando atrás por falta de capacidad. En una silla, se amontonaban los nuevos despojos.

Había empaquetado cuadros, fotos, medallas y diplomas, sábanas, toallas, discos compactos, revistas y libros. Iba vaciando la librería por orden de interés. Los últimos libros fueron los de los “poetas de la experiencia”, la “poesía figurativa o realista”: García Montero, Marzal, Gallego, Benítez Reyes… y también los que estaban dedicados: Rovira hablando de la felicidad y Margarit de la amistad, Julià o Benítez Reyes recordando un encuentro en un recital, Gallego rememorando una escapada literaria… No pude evitar detenerme en cada uno de ellos, leer uno o varios poemas, evocar momentos ligados a ellos. Y dejarlos suavemente en la caja aún sin precintar. Siguen acompañándome, aunque no han viajado hasta aquí.

En lo alto del Prudential, piso cincuenta, las cifras hablan de inmigración, estadísticas de soñadores o resignados. Fotos y maletas de madera ilustran la llegada de exiliados, de emprendedores o de derrotados. Quizá solo compraron un billete de ida, viajaron en preferente o durmieron en la bodega de un viejo carguero sin pasaje. Nadie sabe ahora sus razones y propósitos. Quizá soñaron muchas noches volver a sus hogares, porque, como escribió Mora, “hay cosas que no arrastra el equipaje”. ¿De qué llenaron sus maletas?


¿Qué sería imprescindible para un viaje tan solo de ida?

jueves, 3 de febrero de 2011

DILEMA


El lunes, el parte meteorológico advertía de un nuevo temporal sobre Massachusetts. Tercer día de nieve consecutivo en Boston.

A través de la ventana puedo ver juguetones copos de nieve cayendo en desorden: algunos veloces, otros desafiantes evitando la línea recta, todos sometiéndose a la fuerza de la gravedad. Parecen inofensivas pompas de algodón, precipitándose desde el cielo emblanquecido sobre la ciudad. Predomina el blanco sobre las calles, en el parque, sobre la capa de hielo que cubre el río, sobre la vegetación y los coches.

Cuando la nevada ofrece un respiro, la gente sale con los trineos al parque, construye iglúes y muñecos de nieve, toma fotografías. No les importa el frío, observan y contemplan tanta quietud.

Es una ciudad preparada, preparada para el sacrilegio de tanta belleza a favor de la necesidad. La simetría de los copos se olvida sobre el pavimento. Las máquinas quitanieves no descansan: mueven la nieve de aquí para allá, del centro de la calzada a los laterales, sobre los coches, las aceras, los buzones y las bicicletas amarradas a las rejas. En todos los vecindarios, alguien se ocupa de tender caminos a los viandantes, de abrirles paso en las aceras. Las montañas de nieve llegan hasta la altura de mis ojos. No hay improvisación posible en mi andar. A base de pisadas, los cristales de hielo se aguan y se mezclan con la suciedad de las calles. La blancura se vuelve tono marrón grisáceo. Ya solo es mugre en las zonas de paso, incomodidad en forma de charco.

Uno aprende a caminar de nuevo: pisa más firme, asegura cada zancada y gana en equilibrio. También, uno se instruye en el arte de cruzar los semáforos en rojo, incluso si para ello debe conseguir detener un vehículo con preferencia. Uno asimila no olvidar los complementos: gorro, bufanda, guantes, orejeras y botas de agua.

Ha dejado de nevar; los gansos del parque han iniciado su vuelo y pasan por delante de mi ventana graznando. Otros días, los he visto encogidos en el estanque, nadando entre el hielo, picoteando el suelo en busca de alimentos o andando desconcertados sobre la acera cerca de la puerta de mi casa. Quizá para ellos también es nuevo un invierno como éste. Quizá también ellos se debaten entre la belleza y la funcionalidad.