jueves, 7 de abril de 2011

CASUAL CONFLUENCIA


Perseguí el momento. Estaba atardeciendo y podía ver los colores anaranjados al horizonte, entre las casas, a través de las calles. No estaba lejos de Charles River y sabía que, tan sólo a dos manzanas, podría observar el espectáculo crepuscular sin impedimentos arquitectónicos. Andaba deprisa. Sentía que debía atrapar el momento.

Junto al río, hay un embarcadero. Aunque ya no hay nieve, su paso ha dejado huella en la madera, en el desorden de las barcas sedientas, en la hierba amarillenta. Nostálgicas, las cosas anhelan su función: el crujir del pequeño muelle al son de las pisadas de los barqueros; el vaivén, el balanceo, la fricción del agua en los costados de las embarcaciones; la respiración de quiénes se tienden bajo el sol sobre el césped.

Bajé las escaleras a prisa y me acerqué al agua. ¡Cuántos meses el hielo me había privado de oír su canción! Al fondo, los edificios y el puente se ennegrecían a contraluz. Era el momento de detener el instante y capturar aquella mezcla de colores. Lo hice repetidas veces mientras seguía observando. Quería algo más.

Junto a mí, sentadas en un banco y en silencio, dos personas también dirigían sus miradas hacia el horizonte. ¿Dónde estaban sus pensamientos? Me coloqué tras ellos, a una distancia suficiente para que no advirtiesen mi presencia y les hice partícipes de mi crepúsculo. Me sentía como quién espía a través de una ventana, o a través de la mirilla de la puerta, como quién escucha una conversación en la que no ha sido invitada. Antes de enfocar y disparar, un corredor entró en la escena. No había sido invitado, pero estaba allí y debía aprovecharlo.

El resultado de la casual confluencia es el que veis; yo sólo salí a buscarlo.

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